Me basta el sentido etimológico:
"ausencia de gobierno". Hay que destruir el espíritu de
autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo.
Será la obra del libre examen.
Los
ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin
gobierno la sociedad se convertirá siempre en el caos. No
conciben otro orden que el orden exteriormente impuesto por
el terror de las armas.
Pero
si se fijaran en la evolución de la ciencia, por ejemplo, verían
de qué modo a medida que disminuía el espíritu de
autoridad, se extendieron y afianzaron nuestros conocimientos.
Cuando Galileo, dejando caer de lo alto de una torre objetos de
diferente densidad, mostró que la velocidad de caída no
dependía de sus masas, puesto que llegaban a la vez al
suelo, los testigos de tan concluyente experiencia se
negaron a aceptarla, porque no estaba de acuerdo con lo que
decía Aristóteles. Aristóteles era el gobierno científico;
su libro era la ley. Había otros legisladores: San
Agustín, Santo Tomás de Aquino, San Anselmo. ¿Y qué ha
quedado de su dominación? El recuerdo de un estorbo.
Sabemos muy bien que la verdad se funda solamente en los
hechos. Ningún sabio, por ilustre que sea, presentará hoy
su autoridad como un argumento; ninguno pretenderá imponer
sus ideas por el terror. El que descubre se limita a describir
su experiencia, para que todos repitan y verifiquen lo que él
hizo. ¿Y esto qué es? El libre examen, base de nuestra
prosperidad intelectual. La ciencia moderna es grande por ser
esencialmente anárquica. ¿Y quién será el loco que la
tache de desordenada y caótica?
La prosperidad social exige iguales condiciones.
El anarquismo, tal como lo entiendo, se reduce al libre examen político.
Hace
falta curarnos del respeto a la ley. La ley no es
respetable. Es el obstáculo a todo progreso real. Es una
noción que es preciso abolir.
Las
leyes y las constituciones que por la violencia gobiernan a
los pueblos son falsas. No son hijas del estudio y del
común asenso de los hombres. Son hijas de una minoría
bárbara, que se apoderó de la fuerza bruta para satisfacer
su codicia y su crueldad.
Tal
vez los fenómenos sociales obedezcan a leyes profundas.
Nuestra sociología está aún en la infancia, y no las
conoce. Es indudable que nos conviene investigarlas, y que si
logramos esclarecerlas nos serán inmensamente útiles. Pero
aunque las poseyéramos, jamás las erigiríamos en Código
ni en sistema de gobierno. ¿Para qué? Si en efecto son
leyes naturales, se cumplirán por sí solas, queramos o
no. Los astrónomos no ordenan a los astros. Nuestro único
papel será el de testigos.
Es
evidente que las leyes escritas no se parecen, ni por el forro, a
las leyes naturales. ¡Valiente majestad la de esos pergaminos
viejos que cualquier revolución quema en la plaza pública
aventando las cenizas para siempre! Una ley que necesita
del gendarme usurpa el nombre de ley. No es tal ley: es una
mentira odiosa.
¡Y qué
gendarmes! Para comprender hasta qué punto son nuestras
leyes contrarias a la índole de las cosas, al genio de la humanidad,
es suficiente contemplar los armamentos colosales, mayores y
mayores cada día, la mole de fuerza bruta que los gobiernos
amontonan para poder existir, para poder aguantar algunos
minutos más el empuje invisible de las almas.
Las
nueve décimas partes de la población terrestre, gracias
a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No
hay que echar mano de mucha sociología, cuando se piensa en
las maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los
niños de las razas más inferiores, para apreciar la
monstruosa locura de ese derroche de energía humana. ¡La
ley patea los vientres de las madres!
Estamos
dentro de la ley como el pie chino dentro del borceguí,
corno el baobab dentro del tiesto japonés. ¡Somos enanos
voluntarios!
¡Y se teme el
caos si nos desembarazamos del borceguí, si rompemos el
tiesto y nos plantamos en plena tierra, con la inmensidad
por delante! ¿Qué importan las formas futuras? La realidad
las revelará. Estemos ciertos de que serán bellas y nobles,
como las del árbol libre.
Que
nuestro ideal sea el más alto. No seamos prácticos. No
intentemos mejorar la ley, sustituir un borceguí por otro.
Cuanto más inaccesible aparezca el ideal, tanto mejor. Las
estrellas guían al navegante. Apuntemos enseguida al lejano
término. Así señalaremos el camino más corto. Y antes
venceremos.
¿Qué hacer? Educarnos y
educar. Todo se resume en el libre examen. ¡Que nuestros
niños examinen la ley y la desprecien!
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