Carlo Cafiero (1846-1892), de familia adinerada, ingresó en la
Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) tras conocer a Karl
Marx en Londres. Cuando en 1872 conoció a Mijáil Bakunin, se adhirió al
anarquismo, del que fue considerado por muchos como su primer ideólogo
italiano. Compendió El Capital, de Marx. Compañero inseparable de
Malatesta, compartieron las tesis del anarquismo comunista frente al
colectivismo; juntos participaron en la preparación tanto de congresos
como de insurrecciones. Reproducimos el texto presentado por Cafiero con
ocasión del congreso de la Federación del Jura de la AIT celebrado en
1880 en La Chaux-de-Fonds. Se publicó por primera vez en el periódico
ginebrino Le Révolté.
Carlo Cafiero http://laalcarriaobrera.blogspot.com/2009/02/anarquia-y-comunismo-de-carlo-cafiero.html
En el Congreso Socialista
celebrado en París por la región del Centro, un orador, que se
distinguía por sus ataques contra los anarquistas, dijo: “El comunismo y
la anarquía no pueden, en modo alguno, hallarse unidos”. Otro orador,
que hablaba contra los anarquistas, aunque con menos violencia, dijo,
hablando de la libertad económica: ¿“Cómo queréis que se pueda violar
la libertad cuando existe la igualdad?”
Pues bien, yo creo que ambos oradores se equivocaban lastimosamente.
Se
puede tener perfectamente la igualdad económica sin poseer la más
mínima libertad. Ciertas comunidades religiosas son prueba evidente de
ello. En ellas reina la más completa igualdad con el más absoluto
despotismo. La más completa igualdad, porque el superior viste el mismo
paño y come en la misma mesa que los demás religiosos; la única
diferencia que le distingue de los otros es el derecho de mando que
tiene sobre ellos.
¿Y qué diremos de los partidarios
del “Estado popular”? Si éstos no encontraran obstáculos de ninguna
suerte, estoy seguro de que acabarían por realizar la imperfecta
igualdad, al mismo tiempo que el más perfecto despotismo; porque, no
hay que hacerse ilusiones, el despotismo de su Estado sería idéntico al
despotismo del Estado actual, aumentado con el despotismo económico de
todo el capital en manos del Estado, y del despotismo subsiguiente por
la centralización que se verificaría por la anulación de todas las
instituciones.
Por eso, nosotros los anarquistas,
amigos de la libertad, nos proponemos combatir a los socialistas de
Estado con todas nuestras fuerzas. Contrariamente a todo cuanto se ha
dicho, se debe temer por la libertad, aun cuando la igualdad exista;
mientras que no se debe abrigar ningún temor por la igualdad allí donde
exista la verdadera libertad, esto es, la anarquía.
Porque
la anarquía y el comunismo, lejos de hallarse en abierta oposición, se
hallan íntimamente unidos, ya que estos dos términos (sinónimos de
libertad e igualdad) son los dos términos necesarios e indivisibles de
la Revolución.
Nuestro ideal revolucionario es
sencillísimo; se compone, como todos los de nuestros predecesores, de
estos dos términos: libertad e igualdad. Solamente hay en él una
pequeña diferencia.
Penetrados de esa confusión con
que los reaccionarios de todas las épocas han logrado presentar a la
libertad y a la igualdad, séanos permitido poner al lado de estos dos
términos libertad e igualdad, dos equivalentes de cuyo significado
preciso nadie podrá llamarse a engaño: “Queremos la libertad, esto es,
la anarquía, y la igualdad, esto es, el comunismo”.
La
anarquía, en la actualidad, es una fuerza de ataque; sí, es la guerra a
la autoridad, al poder del Estado. En la sociedad futura, la anarquía
será la garantía, el obstáculo a la vuelta de cualquier autoridad, y de
cualquier orden, de cualquier Estado. Libre el individuo para
satisfacer todas sus necesidades, en completa posesión de su
personalidad, según sean sus gustos y simpatías, se reunirá con otros
individuos para formar grupos y asociaciones; libres las asociaciones,
se federarán en el municipio o en el barrio; libres los municipios,
pactarán para formar la comarca y la región, y así sucesivamente, hasta
unirse libremente toda la Humanidad.
El comunismo,
actualmente, es aún el ataque. No es, sin embargo, la destrucción de la
propiedad, sino la toma de posesión, en nombre de toda la Humanidad,
de toda la riqueza existente en el mundo. En la sociedad futura, el
comunismo será el goce de toda riqueza existente por parte de todos los
hombres y según el principio: “de cada uno según sus posibilidades y a
cada uno según sus necesidades”, que es como si dijéramos: de cada uno
y a cada uno según su voluntad.
Conviene, por tanto,
hacer notar, sobre todo, en contestación a nuestros adversarios, los
socialistas de Estado, que la toma de posesión y el disfrute de toda la
riqueza debe ser, según nosotros, la obra del pueblo entero. No siendo
el pueblo, la Humanidad, un individuo que pueda tener en su mano la
riqueza, se ha pretendido hacer creer que será necesario instituir una
clase de representantes y de depositarios de la riqueza común. No
queremos intermediarios; no queremos representantes que acaban por
representarse a sí mismos; no queremos moderadores de la igualdad que
acaban por ser moderadores de la libertad; no más nuevos Gobiernos: no
más Estados, llámense populares o democráticos, revolucionarios o
provisionales. La riqueza común, estando diseminada sobre toda la
tierra, perteneciendo toda de derecho a la Humanidad entera, los que se
encuentran en contacto con esta riqueza y en la posibilidad de
utilizarla, la utilizarán en común. Pero si un habitante de Pekín país
viniese a nuestro país, se hallaría en el mismo derecho que los demás:
gozaría junto con los otros de toda la riqueza del país, como lo habría
hecho en Pekín.
Se ha equivocado por completo el
orador que ha denunciado a los anarquistas como queriendo constituir la
propiedad de las corporaciones. ¡Vaya un progreso que sería querer
destruir el Estado para construir una infinidad de pequeños Estados!
¡Matar al monstruo de una sola cabeza para crear un monstruo de mil
cabezas!
No; lo hemos dicho ya y no cesaremos de
repetirlo: no queremos intermediarios, mediadores y hombres servidores,
que acaban siempre por convertirse en verdaderos amos. Nosotros
queremos que toda la riqueza existente sea tomada directamente por el
pueblo mismo, y que él solo decida la mejor manera de usufructuarla, ya
sea para la producción o para el consumo.
***
Pero
se nos pregunta: “¿El comunismo es practicable? ¿Tendremos suficientes
productos para dejar a cada uno el derecho de tomarlos a su voluntad,
sin reclamar a los individuos más trabajo que aquel que ellos quieran
dar?”
A eso responderemos: Sí, ciertamente. Se podrá
aplicar este principio: De cada uno y a cada uno según su voluntad,
porque en la sociedad futura la producción será tan abundante que no
habrá ninguna necesidad de limitar el consumo ni de reclamar de los
hombres más trabajo del que ellos quieran dar.
Este
inmenso aumento de producción, del cual nadie en la actualidad puede
formarse una idea exacta, puede vislumbrarse examinando las causas que
lo provocarán. Estas causas pueden reducirse a tres principales:
Primera.
La armonía de la cooperación en los diversos ramos de la actividad
humana, sustituida por la lucha actual que se verifica mediante la
competencia.
Segunda. La introducción masiva de máquinas de todas clases.
Tercera.
La economía considerable de las fuerzas de trabajo, de los
instrumentos del trabajo y de las materias primas, realizadas con la
supresión de la producción de los objetos perjudiciales o inútiles.
La
competencia, la lucha, es uno de los principios fundamentales de la
producción capitalista, que tiene por divisa: Mors tua, vita mea (tu
muerte es mi vida). La ruina del uno constituye la fortuna del otro; y
esta lucha encarnizada se hace de nación a nación, de región a región,
de individuo a individuo, tanto entre capitalistas como entre operarios.
Es una guerra a muerte, un verdadero combate bajo todos los aspectos:
cuerpo a cuerpo, en grupos, en escuadrones, en regimientos o en cuerpos
de ejército. Un obrero halla trabajo donde otro lo pierde; una
industria florece y se desarrolla mientras otra se arruina y perece.
Ahora
bien, cuando en la sociedad futura este principio individualista de la
producción capitalista, cada cual para sí y contra todos, y todos
contra uno, se halle sustituido por el verdadero principio de la
sociabilidad humana, uno para todos y todos para uno, ¿qué inmenso
cambio no se habrá obtenido en los resultados de la producción?
¡Imagínese cuál será el aumento de la producción cuando el hombre,
lejos de tener que luchar contra sus semejantes, se vea ayudado por los
demás, considerándolos no como enemigos, sino como colaboradores!
Si
el trabajo colectivo de diez hombres da resultados imposibles para un
hombre solo, ¡cuán grandes no serán los resultados obtenidos con la
cooperación de todos los hombres, quienes se ven obligados hoy a
trabajar unos contra otros!
¿Y las máquinas? La
aparición de este potente auxiliar del trabajo, tan importante como
parece hoy, es un grano de anís en comparación con lo que será en el
mundo del porvenir.
En la actualidad, la máquina halla
a menudo un obstáculo en la ignorancia del capitalista, pero más a
menudo aun en sus intereses; ¡cuántas máquinas permanecen hoy
inactivas, únicamente porque no producen un beneficio inmediato al
capitalista! ¿No vemos, acaso, en las compañías mineras, por una
criminal avaricia, negarse a proveer a los trabajadores de todos los
aparatos de seguridad para descender a los pozos? ¡Cuántos
descubrimientos, cuántas aplicaciones de la ciencia permanecen
inactivos porque no producen suficientes ganancias al capitalista! ¡El
mismo trabajador es en la actualidad el enemigo de las máquinas, porque
le disputan el salario, lo expulsan de la fábrica, lo lanzan a la
desesperación, a la muerte! Por el contrario, ¡qué inmensa fuerza
recibirá el hombre con auxilio tan poderoso, cuando en vez de ser
esclavo de la máquina, sea su aliado y director, trabajando para su
bienestar!
Conviene también tener en cuenta la inmensa
economía que resultará de estos tres elementos de trabajo: la fuerza,
los instrumentos y la materia, los cuales se hallan hoy horriblemente
empleados, ya que se dedican a la producción de cosas absolutamente
inútiles, cuando no perjudiciales a la humanidad.
¡Cuántos
trabajadores, cuánta materia prima e instrumentos de trabajo no son
empleados hoy entre los ejércitos y escuadras, en la construcción de
fortalezas, buques de combate, cañones y todo un arsenal de armas
ofensivas y defensivas! ¡Cuánta no es también la fuerza usada en la
producción de los objetos de lujo y que verdaderamente sólo sirven para
satisfacer necesidades de vanidad y de corrupción!
Y
cuando todas estas fuerzas, toda esta materia prima, todos estos
instrumentos del trabajo, sean empleados en la industria útil, en la
agricultura, en la navegación y en las comunicaciones, ¡qué prodigioso
aumento de producción no veremos surgir!
***
Sí,
el comunismo es aplicable. Se podrá permitir que todo el mundo tome a
voluntad de todo cuanto necesite, porque habrá suficientes productos
para todos, y no habrá necesidad de exigir de nadie más trabajo que el
que humanamente pueda o quiera dar. Y gracias a esa abundancia, el
trabajo perderá el carácter de ignominia que hoy tiene, y ofrecerá
solamente el atractivo de una necesidad moral y física, como la de
estudiar y vivir con la naturaleza.
Pero no basta
afirmar que el comunismo es posible; conviene demostrar que el
comunismo es necesario. No sólo se puede ser comunista, sino que se
debe serlo, so pena de faltar al objeto de la Revolución.
En
efecto, si después de haber puesto en común los instrumentos de
trabajo y las materias primas, conservásemos la apropiación individual
de los productos del trabajo, nos hallaríamos obligados a conservar la
moneda para medir la acumulación de riquezas más o menos importantes,
según el mérito o la astucia de cada uno. La igualdad sería palabra
hueca, porque todo el que lograse poseer más riquezas se elevaría por
este solo hecho por encima de todos los demás. No faltaría más que un
paso para que la contrarrevolución estableciese el derecho de herencia.
He oído decir a un socialista que se llama revolucionario, que aunque
se estableciese el derecho de herencia la cosa no traería
consecuencias. Para nosotros, que conocemos de cerca los resultados a
que ha llegado la sociedad con esta acumulación de las riquezas y su
transmisión por la herencia, no puede ofrecérsenos duda sobre la
importancia de la cuestión de que se trata.
La
apropiación individual de los productos restablecería no sólo la
desigualdad entre los hombres, sino también la desigualdad entre los
diversos géneros de trabajo. Veríamos renacer inmediatamente el trabajo
propio y el trabajo impropio, el trabajo noble y el trabajo villano; el
primero sería ejecutado por los ricos y el segundo por los pobres. De
esta manera no sería la vocación y el gusto personal los que
estimularían al hombre a consagrarse a este o aquel trabajo, sino el
interés y la esperanza de mayor beneficio.
Así
renacerían la malicia y la astucia, el mérito y el demérito, el bien y
el mal, el vicio y la virtud, y, por consiguiente, la recompensa, de una
parte y el castigo de otra; la ley, los procesos, los esbirros y la
cárcel.
No faltan socialistas que persisten en
sostener la idea de la apropiación individual de los productos del
trabajo poniendo a contribución para ello el sentimiento de la
Justicia.
***
¡Extraña ilusión! Con
el trabajo colectivo necesario para producir en grande y aplicar en
gran escala las fuerzas mecánicas, con esta tendencia cada día mayor
del trabajo moderno a servirse del trabajo de las generaciones
precedentes, ¿cómo se podrá determinar cuál es el producto de uno y
cuál es el producto de otro?
Tan difícil es, que hasta
nuestros adversarios lo reconocen cuando dicen: “Nosotros tomamos por
base de la repartición de los beneficios, la hora de trabajo”. No
obstante, al decir eso, admiten al mismo tiempo que semejante
repartición sería injusta, porque tres horas de trabajo de Pedro pueden
muy bien valer cinco horas de trabajo de Pablo.
***
Otras
veces nos hemos llamado colectivistas para distinguirnos de los
individualistas y de los comunistas autoritarios, pero en realidad somos
comunistas antiautoritarios, y diciéndonos colectivistas pensábamos
expresar con este nombre la idea de que todo debe ser puesto en común
sin hacer diferencia alguna entre los medios de producción y los frutos
del trabajo colectivo.
Pero en un hermoso día, y como
por arte de magia, vimos aparecer una nueva clase de socialistas, los
cuales, siguiendo las huellas del pasado, se pusieron a filosofar, a
distinguir y diferenciar sobre la cuestión, y acabaron por hacerse
apóstoles de la tesis siguiente:
“Existen –dicen-
valores de uso y valores de producción. Los valores de uso son aquellos
que nosotros empleamos para satisfacer nuestras necesidades
personales, como la casa que habitamos, los víveres que consumimos, el
vestido, los libros, etc., mientras que los valores de producción son
aquellos de los cuales nos servimos para producir, como los talleres,
los grandes almacenes, las máquinas y los instrumentos del trabajo de
todas clases, el suelo, etc. Los valores de uso, sirviendo, pues, para
satisfacer las necesidades del individuo, deberán ser propiedad
individual, mientras que los valores de producción, ya que están a
disposición de todos, deberán ser de propiedad colectiva”.
Tal fue la nueva teoría económica hallada o, mejor dicho, renovada por la necesidad.
Pero
yo desearía que me dijeran, los que dan el gracioso título de valor de
producción al carbón que sirve para alimentar la máquina, ¿por que
rehúsan conceder el mismo valor al pan y a la carne con que me nutro, al
aceite con que condimento mi ensalada, al gas que alumbra mi trabajo, a
todo lo que, en suma, hace vivir y andar la más perfecta de todas las
máquinas, el hombre? Vosotros ponéis en el valor de producción la
dehesa y el pesebre que sirve para el mantenimiento de los bueyes y de
los caballos. ¿Y queréis excluir la habitación y el jardín, que sirven
al más noble de los animales, al hombre? ¿Dónde está vuestra lógica?
Además, vosotros mismos, que os habéis hecho los apóstoles de esta
teoría, sabéis perfectamente que esta diferencia no existe en realidad, y
que si hoy es difícil trazarla, desaparecerá por completo el día en
que todos sean productores al mismo tiempo que consumidores.
No
es, pues, con esta teoría con la que podrán obtener una fuerza nueva
los partidarios de la propiedad individuad de los productos del trabajo.
Esta teoría no ha obtenido más que un solo resultado: el de poner al
descubierto el juego de aquellos socialistas que querían atenuar la
importancia de la idea revolucionaria: ella les ha abierto los ojos y
les ha mostrado la necesidad de declararse abiertamente comunistas.
***
Veamos,
por último, la sola y única objeción seria que nuestros adversarios
habían hecho contra al comunismo. Todos están de acuerdo en reconocer
que vamos necesariamente hacia el comunismo, pero se hace notar que en
un principio los productos no serán suficientes, y no existiendo gran
abundancia de ellos será necesario establecer el sistema de las
raciones, la distribución, y que el mejor sistema de distribuir los
productos del trabajo sea aquel que esté basado sobre la cantidad de
trabajo que cada uno haya realizado.
A esto
responderemos que en la sociedad futura, aunque fuese necesario el
racionamiento, habría que seguir siendo comunistas, esto es, las
raciones deberían distribuirse no según los méritos, sino según las
necesidades.
Véase, si no, lo que sucede en la
familia: el padre gana, supongamos, cinco pesetas diarias; el hijo
mayor, tres pesetas; el hijo segundo, dos pesetas, y el más pequeño,
solamente una peseta diaria. Todos entregan el dinero a la madre, que
tiene a su cargo el cuidado de la casa y la alimentación de toda la
familia. Todos contribuyen al sostenimiento de ésta, pero con completa
desigualdad; mas, cuando llega la hora de la comida, todos se sirven
según su apetito. Para nadie hay limitaciones ni distribuciones
odiosas. Vienen luego las épocas calamitosas, y la miseria impone a la
madre el no tener en cuenta el apetito y los gustos de sus hijos
queridos para la distribución de la comida. Ha llegado el momento de
limitar las raciones, y, sea por iniciativa de la madre, sea por
convenio tácito de todos, las porciones son reducidas. Pero observadlo:
esta reducción no se hace según los méritos, porque los dos niños más
jóvenes son los que reciben mayor ración, y si hay algún bocado
predilecto, ése se reserva para la viejecita, que en nada ha
contribuido. Así, pues, durante la carestía, el principio de la
distribución limitada se aplica en la familia según las necesidades.
¿Y por qué no ha de ser así en la gran familia humana del porvenir?
Mucho
más diría sobre esta cuestión, porque la considero de suma importancia
para el socialismo, si no me dirigiera a los anarquistas.
***
No
se puede ser anarquista sin ser comunista, porque la más perfecta idea
de la limitación contiene en sí misma los gérmenes del autoritarismo.
Cualquier limitación que se intente engendrará inmediatamente la ley,
el juez y el policía. Debemos ser comunistas porque es en el comunismo
donde realizaremos la verdadera igualdad. Debemos ser comunistas,
porque el pueblo, que no comprende los sofismas colectivistas,
comprende perfectamente el comunismo, como lo han demostrado ya
nuestros compañeros Reclus y Kropotkin. Debemos ser comunistas, porque
somos anarquistas, porque anarquía y comunismo son los dos términos
necesarios de la revolución.
Carlo Cafiero http://laalcarriaobrera.blogspot.com/2009/02/anarquia-y-comunismo-de-carlo-cafiero.html
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